Con el seudónimo de zorro estepario Eduardo Guasco escribió
un relato con el cual recibió una mención honorifica en el certamen de Junín,
consultado “Dudi” sobre este relato Mi amigo El Vasco, de la parrilla, contó como surgió también remarcó la importancia del
grupo de escritores locales. Les ofrecemos el relato Completo.
Consultado el escritor remarco “es un logro para toda la
comunidad, yo no soy escritor de aquellos soy simplemente una persona que esta
volcando en las letras toda una vida de profesión ene el lugar”.
Sobre le relato que lo represento en el certamen de Junín
dijo me avoque a reflotar a aquellos personajes
que hicieron grata mi vida andando por tantas huellas, “el vasco existió, es un
personaje que esta a unos 400 o 500 km
de aquí en un ruta que nos traslada a la
costa chubutense era un lugar donde yo disponía de mis cosas para llegar en un
momento en que savia que lo iba a encontrar para poder charlar, tomar unos
mates”.
Si bien el titulo como el cartel forjado a mano de
publicidad de la parrilla del Vasco rezaba lo curioso es que en el lugar nunca
existió una parrilla solo dos platas se podían degustar, Milanesa o Costeleta,
explicó Dudi.
Más adelante conto un párrafo del relato donde marca una
anécdota con otro empresario de la gastronomía con el cual los superaban los
4000 cubiertos que este hombre atendía a diario y sin embargo en un cruce de comentarios
le Vasco lejos de achicarse ante tamaño colega le solicita “Dígale a su proveedor que me visite”.
Finalmente Guasco volvió a destacar la tarea de los
escritores locales e insistió “vuelvo a reivindicar todo el valor que tengo por
mis compañeros de letras y tengo intenciones publicar mi libro -La universidad
del campo patagónico aula magna El Fogón-, allí aprendí a convivir con mis
congéneres, con mis paisanos, mis amigos, en esta bendita y postergada
Patagonia.
Mi amigo El Vasco, de
la parrilla.
Siguiendo el rumbo
de mis obligaciones laborales debía, cada uno o dos meses, viajar hacia la
costa chubutense.
Un largo camino, bordeado por las más ricas expresiones de
las regiones fitogeográficas de nuestra Patagonia, acompañaba el trayecto. Así que me fui acostumbrando a
armar mi propia logística del terreno y al cabo de un tiempo ya había fijado los hitos que podían ser importantes.
Cuando se cumplieron un par de viajes, sabía donde hacer combustible, hasta
donde llegaría, cuanto era la reserva y donde debía parar para descontracturarme
de semejante viaje de casi 800 km.
También empecé a conocer el tiempo para desandar la ruta; es
decir, a que hora debía salir para llegar a comer algo en una parada intermedia
que servía para el diálogo y un poco de descanso. Este era un lugar especial.
¡Cuánto he aprendido a valorar la bonanza de nuestra gente
lugareña, y cuánto aprecio las interminables charlas, de las más variadas
tónicas y por supuesto, sin reloj de por medio!
Así que llegar a la parrilla del Vasco, era todo un
objetivo.
El Vasco atendía a su clientela, de bombacha gris,
alpargatas de cáñamo, una faja tejida de lana de vistosos colores teñidos a la
usanza patagónica, es decir con variadas raíces y frutos que transferían sus
tonalidades. De las manos artesanales que manejaban el telar se
desprendieron dibujos indígenas,
siguiendo el ancestral patrón de diseño. Camisa caqui y un bataráz pañuelo al
cuello con nudo galleta.
La parrilla, salón promocionado en la ruta por algunos
carteles de hechura casera y sobre todo por los comentarios de los viajeros,
era un ambiente más bien chico. Dos y a veces tres pequeñas mesas y 7 sillas,
formaban el mobiliario. La instalación
de un lavabo para higienizarse allí mismo sin necesidad de pasar al
baño, que quedaba a unos 25 metros y
fuera de este local, había sido sin duda una buena idea del Vasco.
Dependía de las necesidades de cada uno el rumbo a tomar.
Si se encaraba por la puerta de atrás,
se pasaba a un patio con algunos árboles para sombra y el sendero de piedra
laja, lo llevaban hasta un pequeño
cuarto con un cartel indicativo de “Baño”.
O bien, con necesidades menores, se higienizaba allí mismo, con el agua
fresca que manaba de un solo grifo, cuidando de no salpicar a nadie, si ya había alguna mesa ocupada. Un pequeño
espejo ovalado, y una peluda cola de vaca disecada donde se hallaba ensartado
un peine, le permitía a los clientes terminar de asearse.
Después de los saludos y los acostumbrados interrogatorios
mutuos sobre combustible, estado de la ruta y animales sueltos, venía el clásico:
-¿Van a comer milanesa o costeleta?
Ante la respuesta afirmativa y hecha la elección, se
disponía la mesa, humilde, pulcra. Y sin mediar palabra ordenaba la comanda a la cocina.
- Para
dos- gritaba con el fin de superar el volumen de la Radio Nacional que
permanecía siempre prendida. Y agregaba:- una y una.
No había carta. Había cartel. El cartel de afuera rezaba:
“Milanesa-Costeleta”, al ingresar uno ya había elegido.
Nunca pude saber porqué se llamaba Parrilla El Vasco. Nunca
hubo parrilla.
Entonces comenzaba el rumor del chirriar de las papas
fritas, la carne, huevos fritos y la consabida ensalada de lechuga. En cuanto
esto se ponía en marcha, llegaba el pan casero, con ese aroma que solo el campo
perfuma. Este era el momento en que el anfitrión preguntaba:
¿Uno o dos
litros? -Y marchaba a la cocina.
La cosa era hacer la
menor cantidad de viajes posibles hacia las instalaciones gastronómicas. Allí,
sobre una mesita había una damajuana y un embudo esmaltado, rojo por fuera y
blanco por dentro. Rápidamente trasegaba el líquido a la o las botellas y
retornaba. Por supuesto Tinto. Blanco, abocado, rosado, clarete, eran
cualidades descartadas de plano para aliviar el servicio.
Y se venía la charla.
Allí me enteré del avance para pobladores y pasajeros de
contar con un aparato de teléfono público que funcionaría en la estación de
servicios y de una red de usuarios
particulares que no superaba la decena. También del reparto de cargos de color político para atender esa importante
red. Serían casi, a decir del Vasco, tantos empleados como usuarios.
Tiempo después en otro de mis viajes supe que se había armado un estruendoso litigio al
comprobar algunos abonados, que la operadora escuchaba y se encargaba de
desparramar el contenido de las conversaciones por el resto del poblado, que no
era mucho. En fin, cosas de campo.
¡Me gustaba mucho la parrilla del Vasco! Cuantos agradables
momentos pasé allí.
Después de algunos años, llegué un día con un acompañante
que tenía una cadena de restaurantes en la capital.
El Vasco me saludó muy amablemente y siguiendo el ritual,
cumplidos los pasos previos a la charla, se
arrimó preguntando por el origen de mi acompañante y su ocupación.
Súbitamente largó un:
-¿El amigo
es ingeniero también, don? – como interrogatorio inicial.
Yo sabía que palabra más o palabra menos, nos sacaría hasta
la fecha de cumpleaños del forastero.
-No, el amigo es
colega suyo- le respondí. No pudiendo negar que le había clavado una espina.
-¿A sí? ¿De por acá?- dijo, abriendo los ojos en signo de
sorpresa.
Rápidamente para no despertar temor en mi interlocutor que
sospechaba una competencia cercana, le aclaré:
- No. De Buenos Aires
-
- A bueno, bueno, ¿Se trabaja bastante allá, no? -
- Sí. La verdad es que es un negocio complicado-contestó mi
amigo, intentando cambiar de conversación.
-¿Como cuántas mesas tiene, don?- insistió, porfiando el
Vasco para saber más de él.
-Son muchas mesas y muchos cubiertos por día. Casi cuatro
mil -
Hubo un silencio sepulcral. Me pareció que el Vasco, se
tomaba el tiempo necesario para hacer
algunos cálculos mentales. La cantidad de cubiertos mencionados le habían caído
como un recto al mentón, en términos boxísticos.
Hizo un ademán para tomar el lápiz que alegremente hacía
equilibrio en su oreja derecha, pero para no mostrar evidencia, sólo se
acaricio el pelo de ese lado, dejándolo en reposo.
Dirigiendo su mirada lentamente hacia la ventanita que daba
a la ruta, puso sus alpargatas en posición de las 2 menos 10. Se estaqueó en el
suelo y continuó en silencio.
Mi acompañante aprovechó para preguntarle:
- Señor. ¿En
lugar de costeleta puede ser bife de chorizo?-
- No- dijo el
Vasco en tono tajante- Usted sabe como es esto…los proveedores…-
- Ah sí!
-respondió mi acompañante-
-
Pienso, que a pesar de la inmediata respuesta, el Vasco
seguía calculando. Fijaba la mirada aquí y allá. La conversación ya no tenía el
ritmo habitual. Estaba anonadado. Para vender esa cantidad de cubiertos
seguramente, habrá calculado que deberían transcurrir unos cinco o seis años.
¡Y el salvaje lo hacía en un día...!
Justo semejante colega le había pedido bife de chorizo ¿y
él? No tenía. Pero no tenía porque nunca
había tenido. La excusa le había brotado del alma.
De repente le inquirió a mi acompañante:
-¿Usted tiene algún proveedor fijo para la carne?-
- Y sí, imagínese que sino sería imposible -
- ¿Qué tal los tipos que le surten? ¿Le cumplen? -
- Sí, diariamente me descargan en las cámaras lo que
necesito – aclaró.
Entonces el Vasco, con un aire sobrador, que mutilaba
definitivamente el achique inicial de los cuatro mil cubiertos, le dijo:
- Hágame un favor
amigo, cuando vuelva, dígale a su proveedor que me visite.
Eduardo Guasco.
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