El museo ferroviario que guarda el alma de La Trochita

Por las calles del pueblo, y principalmente en los alrededores de la estación, se conservan las viviendas construidas con los durmientes centenarios de quebracho colorado, pegados con una argamasa que soportó más de 70 inviernos patagónicos, y que destacan la arquitectura singular de la localidad cordillerana.


El museo ferroviario fue inaugurado el 29 de agosto de 2004 utilizando el viejo salón de “Vías y Obras”, entre los talleres y los almacenes del ramal que uniera Ingeniero Jacobacci (Río Negro) y Esquel (Chubut) hasta principios de los ’90, cuando se ordenó su clausura y cientos de familias se vieron obligadas a emigrar.

“Por aquellos años tenía otras divisiones y también se usaba como hospedaje de funcionarios que estaban de paso”, recordó Susana Lara, la subgerente del ramal.  Ya antes de ingresar al edificio, el mundo del Viejo Expreso Patagónico se muestra en toda su dimensión con las locomotoras a vapor preparando la salida; el enjambre de vías; el tanque de agua de altura asombrosa; el andén esperando a los turistas y la charla amable de algún lugareño, siempre dispuesto a contar cada detalle de un tiempo pasado que siempre fue mejor.

Nieto e hijo de los pioneros ferroviarios que construyeron el ramal, Carlos Kmet se jubiló recientemente como jefe de los talleres. Sin embargo, su pasión por La Trochita lo lleva todos los días hasta los galpones “para ver como andan las cosas”.

Para propios y extraños es “una enciclopedia andante” del trencito patagónico y conoce cada rincón del museo: “Los primeros campamentos fueron de chapas, reemplazados por las casas de durmientes”, detalló acariciando una viga de quebracho colorado, una de las maderas mas duras del mundo, que garantiza “una construcción de por vida”.

Ingresando al salón enseguida ponderó “la pinotea del cielorraso, antes se hacía todo con madera de primera, lo mismo los muebles, los vagones y sus asientos de cedro”.

No obstante, su verdadera pasión son “los planos a escala de las locomotoras Baldwin (Estados Unidos) y Henschel (Alemania)”, exhibidos en una de las paredes junto al frente de una vieja máquina -en su tamaño original- con su miriñaque característico. “Todos los coches y vagones eran de origen belga, de 1922”, remarcó. “En el ramal llegamos a tener 24 locomotoras en servicio, a las que se hacía una reparación general cada 8 años. Cada pieza que se cambiaba en el taller era exactamente igual a la que traía de fábrica”, valoró en referencia a los tornos y otras herramientas que aún están en uso.

Sobre la clásica “zorrita” exhibida, Kmet graficó que “eran de tracción a sangre, a cargo de la propia cuadrilla siempre dispuesta a salir para despejar las vías. Su trabajo era fundamental en aquellos inviernos tan nevadores”.

Otra de las vitrinas muestra los teléfonos a magneto y otros aparatos dedicados a las comunicaciones: “Pegado a las vías siempre había un posteado con cables conectados a cada una de las estaciones, principalmente con las oficinas de control de trenes. El guarda llevaba un teléfono portátil con una caña y cuando había algún inconveniente se podía comunicar enseguida”, destacó mientras muestra “un telégrafo que fue indispensable durante las primeras épocas”.

Por supuesto, la salamandra de hierro fundido –fabricada en los mismos talleres y alimentada a carbón de piedra- recuerda las anécdotas de aquellos mochilleros de los ’70 tocando la guitarra y los campesinos calentando su olla de comida para matizar las largas horas de un viaje que unía  parajes tan remotos como Leleque, Mayoco, Fitalancao o Cerro Mesa.

Un tablero con muchas chapitas ordenadas cuidadosamente “servía para el control de entrada y salida del personal. Algunas tenían el nombre y otras un número. Cuando tocaba la sirena de ingreso al taller, el capatáz sabía con certeza quienes habían faltado”, explicó Carlos Kmet. Los nombres impresos demuestran que “había de cada pueblo un paisano”, con mezcla de apellidos mapuches, rusos, italianos, polacos. “Muchos se quedaron en el ferrocarril y otros se fueron a El Bolsón y El Hoyo a cultivar chacras”, recordó.

Aún cuando Ferrocarriles Argentinos “tenía su propia usina en El Maitén, que funcionaba desde las 5 hasta la medianoche”, los faroles a querosene con distinto formato y luces (algunos para cambio de vías, otros para señales a los maquinistas o maniobras diversas), completan otra de las estanterías del museo. “Estas lámparas de carburo las usaban los operarios para trabajar dentro de las calderas de las locomotoras, que son bastante oscuras”, subrayó Kmet.

Balanzas para pesar las cartas que luego se subían en sacas especiales al vagón postal, enormes pilas para los teléfonos o los artículos propios de la administración (máquinas de escribir y planilleras de 200 espacios, sellos, secantes) subrayan que “fueron años donde la influencia de los ingleses se hizo notar, aunque hay varios elementos que son de industria argentina”.

La indumentaria de época –conservada en una vitrina especial- recuerda a los guardas y maquinistas vestidos a la vieja usanza y “es uno de los tramos más emotivos del museo. Cada operario tenía su uniforme característico –uno para verano y otro para invierno-, además de las botas, borceguíes, medias, guantes y pasamontañas que proveía la misma empresa”, según Kmet.

El museo está abierto de lunes a viernes, de 8 a 14 horas, con entrada libre y gratuita, y cuenta con personal especializado para hacer las visitas guiadas. Durante la temporada veraniega –y también en las vacaciones de invierno-, forma parte de la excursión en el Viejo Expreso Patagónico hasta el paradero Bruno Thomae (duración 3 horas), junto a la muestra fotográfica y artesanal en el Ex Galpón de Encomiendas.


Un duende


La bicicleta, la guitarra, la armónica, los dibujos y una foto de José Argentino Mariguan están en un lugar privilegiado del museo.

“Fue el hijo de un ferroviario y se crió en una casa pegada a las vías. Quedó huérfano muy jovencito y creció entre nosotros, yendo del taller a Vías y Obras o a la estación donde todo el mundo lo conocía. Cuando cerró el ramal y la provincia del Chubut lo reabrió para los viajes con turistas, aún con su discapacidad se hizo famoso a través de la música y los dibujos que ejecutaba arriba de los vagones. Falleció víctima de una enfermedad cuando tenía no más de 24/25 años y entonces nació la leyenda del duende de La Trochita” (Carlos Kmet).


-“En El Maitén podés hablar mal de algún pariente, pero no se te ocurra criticar a La Trochita porque te van a saltar a la yugular. Este pueblo sigue teniendo mucha pertenencia con su trencito y prácticamente en todas las casas hay alguien que está ligado al ferrocarril” (Carlos Kmet).



-El Maitén “nació con La Trochita, hacia los ’60 eramos más de 300 ferroviarios. Todos los meses era una alegría tremenda cuando llegaba el coche pagador (están reparando uno para exhibirlo), porque motorizaba toda la economía del pueblo. Teníamos nuestra propia cooperativa de provisión, el camión repartía casa por casa el pedido del mes y hasta en las localidades vecinas” (Carlos Kmet).



-El histórico trencito patagónico, con su trocha “económica” de sólo 75 centímetros, recorría 402 kilómetros y doblaba en más de 600 curvas entre Jacobacci y Esquel. El Maitén siempre fue importante por su ubicación estratégica, donde se montaron los talleres de mantenimiento del ramal.

Se gestó desde 1909 (bajo el impulso de Ezequiel Ramos Mejía), con la premisa de consolidar poblaciones y transportar productos agropecuarios (atraviesa íntegramente las estancias inglesas -hoy Benetton- de norte a sur), además de las cargas comerciales de una franja cordillerana que se extendía por las provincias de Río Negro y Chubut. A El Maitén llegó en 1942 y a Esquel en 1945.



-Sumado a su arquitectura de durmientes centenarios de quebracho colorado, el museo guarda piezas de las locomotoras americanas y alemanas fabricadas a principios del siglo XX, herramientas y elementos del ramal que unió Ingeniero Jacobacci con Esquel durante 4 décadas.












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