Crónicas al lado del camino

  - Un equipo periodístico de “La Mañana de Neuquén” recorrió durante tres días los 684,5 kilómetros de la legendaria Ruta Nacional 40 que atraviesan la provincia. Un viaje que comenzó en Barrancas, en el límite norte, y terminó en el extremo sur en el nacimiento del río Limay, cerca de Bariloche. Los lugares inhóspitos, los paisajes sorprendentes y las vidas vinculadas al camino, retratan distintas facetas de este tramo recostado sobre el oeste neuquino. En esta primera entrega, seis de las doce historias que revelan cómo es vivir al lado del pavimento en los 334 kilómetros que unen el norte con el centro. Y con la edición de mañana, el final del viaje con los relatos y los sitios hasta llegar al sur.
Por ROMINA ZANELLATO y SEBASTIáN LAFóN     Fotos: BRUNO TORNINI

Kilómetro 2.568
Desvío hacia Paraje Huitrín

A pesar de que ya no capta la señal, la antena de TV satelital permanece colgada en la pared lateral de una de las diez casas que hay en el paraje. En la vivienda que funciona como oficina, sobre la mesa, hay un diario de octubre pasado pero con las páginas impecables a pesar de todas las lecturas que tiene.  En el libro de actas de tapa dura y negra en el que se asientan las tareas del día, hora tras hora, dos palabras se repiten en los renglones: “Sin novedades”.


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El tiempo parece no pasar en el paraje Huitrín, a 70 kilómetros de Chos Malal. El silencio abruma. Sólo lo interrumpe el repiqueteo sobre el agua de las patas de Chica, una perra galgo marrón que abandonó a su amo criancero, mientras cruza el río Neuquén a nado; o cuando hay viento y el sonido de la correntada se encajona entre las montañas hasta retumbar con toda la fuerza en la parte más angosta del cauce.
Hay una sola calle en el paraje, que décadas atrás era parte de la traza de la Ruta 40. Representaba un punto de atracción porque había que cruzar en balsa el río, que a esta altura parte el camino.  Pero desde que la nueva ruta se construyó 20 kilómetros al sur y este pedazo pasó a integrar la provincial 9, el tránsito prácticamente desapareció. Quedó reducido sobre todo a crianceros que pasan los chivos de un lado hacia el otro.
Roberto Ávila (46) y Sebastián Aroca (57), son dos de los tres balseros que se encargan de darle vueltas al torno de movimiento con el que la embarcación se desliza sujetada a un cable de acero colgante. Junto a otro compañero que está de franco, son los únicos que habitan el paraje. Sus figuras, una robusta y otra menuda, aparecen de golpe desde los costados de la calle, sorprendidas porque un auto acaba de llegar. Algo poco habitual.

Rumbo a Buta Ranquil, la tormenta intimida.  -

Ambos son hijos de mineros de “La Continental”, la mina de baritina ubicada a 23 kilómetros de la balsa. Cada diez días, cuando les corresponden cinco de franco, conducen los veinte kilómetros que separan al paraje de la nueva traza de la 40, se suben al pavimento y  regresan a Chos Malal, donde están sus familias. Al retornar, vuelven cargados de comestibles. “Algo siempre nos falta, pero hay que arreglárselas como se pueda”, se resignan.
En el paisaje algo cambió en las últimas horas y es motivo de conversación entre ellos. El agua del río mutó de cristalina a marrón. “Ayer tormenteó”, explican.  También acotan que nunca antes lo habían visto con un nivel tan bajo, aunque aseguran que en el medio conserva nueve metros de profundidad. Y recuerdan que en 2008 se desbordó hasta inundar algunas casas del paraje.
Dos paneles solares los abastecen con electricidad, suficiente para enchufar una radio y encender algunas luces. La heladera y el freezer los hacen funcionar a gas. A veces pescan percas, otras salen a caminar por la zona, que en algunos sectores tiene agrupamientos de picos de baja altura que le dan un aire lunar al paisaje.
Un invierno quedó grabado en la memoria de ambos: cuando una parte del río se congeló y para que la balsa avance, debían romper el hielo con barretas.
Llevan once y siete años con este oficio y en este lugar. Son empleados de una empresa de seguridad, que le brinda el servicio a Vialidad Provincial. Otros trabajadores vinieron a acompañarlos en la misma función, pero no toleraron que las horas sean tan largas y partieron. “Somos gente del campo; para nosotros es más fácil”, razonan los balseros.

Barrancas. El puente antiguo y el nuevo simbolizan dos épocas. -

Kilómetro 2.695
Buta Ranquil

El volcán Tromen a la distancia, observa todo desde su altura. El espacio es inabarcable con la mirada. La aridez del paisaje disminuye al hombre. Los autos son pequeños desde los relieves de la ruta. Todo es desierto. A lo lejos se ve un punto naranja que crece lentamente. Es Robert Sargent (28), quien pedalea cuesta arriba.
A 20 kilómetros de Buta Ranquil, este inglés lucha contra las ausencias del paisaje. Viene desde Bogotá (Colombia) y va hasta el fin del mundo: Ushuaia. Hace días que sólo ve desierto. Inmensas montañas, alpatacos y cielo. Con una inminente tormenta en el horizonte, pedalea con la esperanza de encontrar gente. Viaja solo. No le gustan las ciudades, pero extraña ver otra cosa que no sea el trazo sin fin de la 40.
Hay momentos en los que a pesar del esfuerzo físico, puede sentir la soledad. Son los instantes en los que piensa qué estarán haciendo sus amigos, su familia, qué hará él cuando termine el viaje, relata de pie, con la bicicleta entre sus piernas.
Antes de cruzar a este continente en velero, jamás pensó que iba a haber tanta tierra sin habitar. Y compara: en una semana hubiera atravesado su Gran Bretaña natal; en este viaje latino ya lleva 9 meses y el otro extremo aún está lejos.
Achina los ojos cuando piensa cómo traducir sus pensamientos. Espera unos segundos y luego habla despacio. No suponía que iba a encontrar tanta hospitalidad y amabilidad de parte de desconocidos. Esto lo sorprendió de Latinoamérica. “La gente es amigable”, dice.
Asegura que en Colombia, Ecuador, Perú y Bolivia son más afectuosos que en Argentina. Sobre todo en Colombia. Piensa que son pueblos más pobres y que esto puede estar relacionado. También que el clima es más ameno. A pesar de que nota una diferencia con los argentinos, se ríe al contar que en su país jamás le hablarían con tanta simpatía a un ciclista que va sin nada, que duerme al costado de la ruta en una carpa, que no se sabe del todo quién es.
Cruzó a Argentina por Salta. Hizo Catamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza y Neuquén. Cruzará a Chile y bajará hasta Puerto Montt. Volverá porque quiere ir a Bariloche. Y luego hasta Ushuaia. Después se tomará un barco para llegar hasta el norte de África y volver a su casa.
Con las personas no tuvo problemas, en ningún trayecto del viaje, pero sí con la bicicleta: pinchó las cubiertas varias veces; rompió rayos y parrillas, estas últimas claves para cargar el equipaje. Pero no parece inquietarse demasiado.
Durante la aventura descubrió lo que quiere hacer, le falta definir cómo. Sueña con ser un corredor de veleros y estar siempre en el mar. Piensa que tal vez deberá convertirse en marinero para estar más cerca de su objetivo.
Antes, en Londres, de donde es oriundo, era programador de páginas Web. Un día se cansó. "Me abrí de la computadora", dice, en una traducción extraña para explicar el divorcio con su profesión. "No quiero estar más sentado frente a una computadora", confiesa sobre el pavimento, con su bicicleta que compró en Bogotá y con más de 2 mil kilómetros para llegar a la meta.

Kilómetro 2.725 Barrancas
“Todo se arregla con la lluvia, hasta las personas”, susurra Menerildo Carreras (46), después de respirar hondo y llenarse los pulmones con el olor de las gotas que caen sobre el playón de la estación de servicio, el mismo que alguna vez pisó como empleado y sobre el que ahora camina como propietario.
La estación, ubicada a la vera de la ruta y apenas se ingresa a Neuquén por el norte desde Mendoza, es la única que abastece a Barrancas y la vecina Buta Ranquil. Ocupa un sector de la zona denominada La Costa, la cual se inundó en 1914 hasta borrar del mapa al pueblo, lo que obligó a reubicarlo más adentro del territorio neuquino. El río Barrancas separa ambas provincias y se encuentra a  pocos metros, al igual que los inclinados cerros rojizos, que parecen a punto de derrumbarse sobre la estación y que según los pobladores no tienen nombre.
Los antiguos surtidores Siam permanecen de pie a pesar de las roturas y las dificultades para hallar los repuestos. Funcionan gracias a la maña de Menerildo para fabricar o encontrar aquellas piezas que dejaron de existir. Otro de los desafíos que no pudo esquivar.
El techo amarillo desteñido y los rastros en el frente del logo del Automóvil Club Argentino (ACA), dan cuenta de otros tiempos, signados por colectivos de larga distancia que iban desde Mendoza hacia Bariloche cargados de pasajeros que descendían en este punto por unas horas.  Era una época en la que Menerildo trabajaba como playero y su esposa Berta (40) como cocinera, en el hotel que también explotaba el ACA junto a la estación. Ambos vivían en una casita al fondo del predio.
A principios de 1990, un privado se hizo cargo del lugar; en 1992 el hotel se quemó (según los peritos fue por un cortocircuito entre la habitación uno y dos); y en  2000 todo cerró por quiebra. Menerildo asegura que nunca cobró indemnización y que durante cuatro años se encargó de mantener el predio para que no cayera en el abandono. Desde entonces es el dueño y puntualiza que tiene “todos los papeles por si alguien los reclama”.
En 2004, este hombre, que al igual que su esposa es hijo de crianceros, subió cuatro tambores vacíos a la camioneta F-100 que tiene y partió hacia la ciudad. Los cargó con combustible, regresó y reabrió la estación. “Ahora vendemos los cuatro tipos de combustible. Y por favor, pongan que siempre tenemos y nunca nos falta”, resalta.
La estación funciona sin horarios fijos. La familia vive detrás del minishopping en el que ofrecen desde galletitas dulces hasta algunos repuestos mecánicos. Como siempre están, nunca falta alguien para atender. Incluso de madrugada, tras escuchar un bocinazo, Menerildo enciende una luz para que el conductor sepa que lo atenderá, luego de vestirse con prisa. “Algunos impacientes se van. No entienden que uno está durmiendo”, rezonga.
De pie, al lado de su esposa, su hijo del medio y la hija más chica (el más grande estudia abogacía en San Rafael), jura que de Barrancas no se mueve por nada del mundo. “La peleamos mucho y acá somos felices”, remarca, mientras su familia asiente.
A pesar de que del lado mendocino la ruta está en pésimo estado, lo cual ahuyenta a automovilistas en dirección a Barrancas, la familia es optimista. Comenzaron con la construcción de un hotel sobre las ruinas del antiguo, de cuatro habitaciones, que estiman inaugurarán en un par de meses. “Yo conozco a la gente que pasa por acá y sé que se van a quedar a dormir”, vaticina Menerildo. “Nadie para en el pueblo, más adelante. Pero todos lo hacen acá”, revela. “Y si se cumple lo que dicen los carteles sobre la ruta del lado mendocino, los turistas también van a llegar”, se esperanza.

Kilómetro 2.558
Cerca de Chos Malal

Los tiempos de trabajo pesado terminaron para Miguel Ángel Basualdo (64) y su compañero Héctor (63). Con 40 años de antigüedad en Vialidad Nacional y a punto de jubilarse, desde hace un tiempo delegaron las tareas más complejas a sus compañeros más jóvenes.
Este cambio de roles, implicó cerrarle la puerta a la posibilidad de que la nieve los atrape sobre la ruta, arriba de una máquina mientras despejan el pavimento, y los obligue a pasar la noche lejos de casa, arropados en el mameluco y dentro de la cabina de conducción.
“Antes no nos vestíamos así”, bromean, en jeans, zapatillas y camisa, al costado de un Ford Ranger y sobre la banquina de la ruta. En estos tiempos, cuando salen de la oficina que el organismo nacional tiene en Chos Malal, el trabajo pesado consiste en pelear contra el viento para que no retuerza los autoadhesivos que deben colocar sobre los mojones,  a la vera del camino, y que lo identifican como Ruta Nacional 40 y además señala el kilometraje.
En esta zona de la provincia, pocos conocen como ellos la traza de la ruta. La recorrieron siempre, incluso en otras ciudades neuquinas a las que fueron trasladados con el paso de los años en Vialidad Nacional. Si hasta hubo un período, alrededor de una década atrás, en el que fueron los únicos trabajadores en la zona del organismo nacional.
“Todo lo que tengo es gracias a Vialidad Nacional”, confiesa Miguel Ángel. “Quizás pasé más tiempo del debido lejos de mi familia, aunque por suerte todo salió bien”, razona.
Luego se sube a la camioneta y parte junto a su compañero rumbo a Puente Salado, a unos cien kilómetros de distancia, para continuar despegando logos autoadhesivos y colocándolos sobre los mojones. Es un buen momento para hacerlo, confiesa. Porque el día está soleado, no hay humedad y los mosquitos, que atacan las orejas y la frente cuando hacen esta tarea, no están.

KILÓMETRO 2.648
Paraje Laguna Auquinco

Dos mujeres, sus guardapolvos, la inmensidad y la espera. Al costado de la ruta, Laura Rodríguez (35) y Ana Panes (34) aguardan pacientes la llegada de un viaje seguro, el de vuelta a casa, hacia Chos Malal.
Apoyadas sobre un refugio de adobe al costado de la ruta, hace tres horas que conversan y sólo se detienen cuando en el horizonte aparece un auto, camión o camioneta. Alguien vendrá por ellas, no tienen dudas. Alguien las llevará de regreso, de la misma forma que alguien las trajo. No importa cuánto recorrido haga el sol sobre ellas.
En Auquinco, el tiempo corre sin prisa, el paisaje parece inmóvil. Las maestras rurales esperan media hora o cuatro horas. Hablan, ríen, cantan, juegan. Hasta que llega el viaje azaroso.
"Nuestro pasaje es el guardapolvos", dice con picardía Ana. De sonrisas inmensas, ambas son las maestras de los 8 niños del paraje. Pronto, tal vez, se sumen otros tres. Tienen entre 5 y 15 años. Antes había más, pero los padres y madres partieron porque no hay trabajo, y con ellos sus hijos. Aún quedan unas 20 familias.
Las maestras eligen cada día volver al paraje por esos pocos alumnos que las esperan. Lo que a los niños más les preocupa, la permanencia de las docentes en la escuela, a ellas no les genera dudas. Y tienen la certeza de que no se irán.
"Me hacen emocionar tanto. A veces llego a contarle a mi marido cuando alguno pudo hacer una división de dos cifras", dice Ana. La directora, Laura, bromea con la lágrima fácil de su compañera, pero de sus palabras decanta orgullo por lo que hacen.
Levantarse cada mañana para ir a Auquinco es más fácil así, porque los chicos están ahí, esperándolas. Ellas se juntan a las 7.30 en la intersección del barrio Uriburu y la ruta. La ida es más fácil. La vuelta, a las 13, más complicada. A veces, cuando se ven dos luces blancas desde la colina del norte y detectan el color del capot del automóvil, Ana y Laura ya saben si tendrán suerte. Conocen a casi todos los que circulan día tras días en la ruta.
Con lluvia, nieve o viento, esperan mientras charlan. En invierno, detrás de la garita de adobe para que el sol las caliente; en verano, del otro lado para aprovechar la sombra de la precaria construcción.
Lo peor es el viento. "Acá hay mucho. Le tienen miedo", cuenta Ana. Esos días, los chicos se quedan en sus casas, debajo de las camas. No sale nadie. Algunas veces, llegaron a dar clases y encontraron la escuela vacía. "Al principio me daba mucha angustia llegar y estar sola", comenta Ana. Con el tiempo comprendieron el miedo. Porque ahí el viento grita y retumba entre las montañas, como una presencia invisible que no se puede ocultar.
La Escuela 251 cierra el año lectivo en mayo, cuando empieza lo más crudo del invierno. Con nieve sobre la ruta, las dos maestras se despiden hasta septiembre. Cada vez que vuelven, derrumban el miedo de los chicos al abandono. Y certifican que el azar,  cada vez que salen a la ruta, está del lado de ellas.

Kilómetro 2.508.
Desvío a Bajada del Agrio

La historia de Bajada del Agrio era muy diferente 30 años atrás. La Ruta Nacional 40 la unía a todo el país. La promesa de asfalto era la esperanza de progreso. Más turistas, más trabajadores, más consumo, más desarrollo. Pero en 1986 desviaron la traza hacia Las Lajas y la desilusión reinó en el pueblo. Desde entonces, la única esperanza para que aquella añoranza se cumpla, es, al mismo tiempo,  la causa del desvío de la ruta: la represa Chihuidos I.
En el proyecto original de la represa, este pueblo ubicado a 64 kilómetros al norte de Zapala, iba a quedar bajo agua, razón por la que desviaron la traza hacia Las Lajas. El asfalto hasta esa ciudad beneficia al norte porque lo une con el paso internacional Pino Hachado. Sin embargo, que la ruta esquive a Bajada del Agrio fue un duro golpe para el pueblo.
Al recorrer con el dedo el mapa, lo lógico sería que la 40 siga en línea recta hacia abajo y atraviese esta localidad de dos mil habitantes hasta desembocar en Zapala. Sin embargo se desvía hacia el oeste, pasa por Las Lajas, y luego vuelve hacia Zapala. El recorrido es el doble más largo.
El tramo de la antigua ruta 40 se transformó en la provincial 14, que continúa cubierta de ripio, y es una arteria clave para comunicar al pueblo con Zapala, en el centro de la provincia.
El cambio de traza produjo la incomunicación. Las líneas de colectivos de larga distancia dejaron de pasar por Bajada del Agrio y, para poder tomar un ómnibus, hay que recorrer unos 20 kilómetros hasta la 40 y esperar a la vera.
"Fue algo muy triste para el pueblo", admite Daniel Pérez, el secretario de Obras Públicas del municipio. Y explica que el cambio desanimó a muchas personas. “Algunos pensaban que todo el mundo se iba a ir y el pueblo iba a desaparecer”.
Pero cuando se reflotó el proyecto de Chihuidos I y se le cambiaron algunos puntos fundamentales, la esperanza volvió. Entre las modificaciones que se replantearon, Bajada del Agrio no quedará cubierta de agua y el lago artificial será parte de la costanera actual del río Agrio.
Ahí reside el optimismo: este lago artificial significa una atracción turística para el pueblo. "La gente de Zapala vendrá a veranear acá", imagina en voz alta el funcionario municipal.
También llegará la mano de obra, porque la construcción de la represa implicará, además de alrededor de 2.000 puestos de trabajo en forma directa, algunas mejoras para el pueblo, que va a recibir a 1.000 personas más por la mudanza de algunos parajes que se inundarán. La ampliación de la escuela, la construcción de otra, un puente nuevo, una nueva comisaría, la rivera.
Hoy, esos 20 kilómetros de ripio que separan el pueblo de la 40 impiden al turista de ver un valle fértil sobre el Río Agrio. Una localidad pequeña y pintoresca, con calles cercadas por álamos. Y suspendida en el tiempo, a la espera de que los valiosos recursos naturales que tiene, dejen de ser ignorados en el mapa.