Pese a que perdura el interés por el tema, como difundiera
una emisión especial de la televisión francesa en marzo del año pasado, las
autoridades de la Provincia de Chubut y de la ciudad de Cholila, donde se
asientan las cabañas construidas hace más de un siglo por los famosos
bandoleros estadounidenses al instalarse en la Patagonia, siguen
desaprovechando el préstamo otorgado por el Banco Interamericano de Desarrollo
(BID) hace casi nueve años para convertirlas en un atractivo turístico con sus
indispensables comodidades. El proyecto se haya estancado por la ausencia de
incontestables documentos de propiedad sobre esa parcela de seis hectáreas
todavía sin nombre, herencia de una disputa de cinco décadas, que enreda a
poseedores del predio y sus titulares formales, pero las últimas noticias
auguran que se estaría gestando una solución del conflicto.
Las únicas pruebas materiales que se mantiene incólumes de
la impronta sudamericana reflejada por los personajes que Paul Newman (Butch
Cassidy) y Robert Redford (Sundance Kid) protagonizaran en el cine, dan la
impresión de hundirse en la sequía de un ignoto paraje en las inmediaciones de
Cholila, a los pies de la cordillera de los Andes. Se observan las
desvencijadas viviendas de los célebres pistoleros, antes que reemprendieran la
fuga más de cien años atrás cuando se reanimara el peligro que los capturaran,
para, sin embargo, caer poco más tarde bajo las balas en Bolivia.
“En Estados Unidos el telégrafo daba rápida cuenta de los
robos y la policía podía perseguirlos rápidamente ya que se subían con los
caballos en los trenes, dándoles una gran capacidad de desplazamiento, cuando
en la Patagonia de 1901 todavía no había llegado ni el telégrafo ni la policía,
y además los puertos y centros más cercanos del poder estaban a 700 km de
distancia”, resumió a la televisión francesa el historiador patagónico Marcelo
Gavirati sobre el móvil de estos bandidos yanquis al refugiarse en el sur
argentino. Gavirati es uno de los instigadores de montar un emplazamiento de
acogida para los turistas que busquen familiarizarse con las viejas cabañas de
Butch y Sundance debidamente restauradas, a partir de los planos que legara él
hace poco fallecido arquitecto, Ramiro Porcel de Peralta, cuyos bosquejos se
incorporan en la galería de ilustraciones del presente reportaje.
En su clásico libro sobre estos temerarios forajidos,
Gavirati aportó las pruebas que los dos pistoleros, entre 1901 y 1905,
residieron en el agreste norte de Chubut, bajo las falsas identidades de
Santiago Ryan y Enrique Place. Los acompañaba Ethel Place, oficialmente la
esposa de Sundance Kid, indiciaria mujer en concordia del triángulo amoroso,
versión acreditada por el periodista ingles Bruce Chatwin, e insinuada por
Katherine Ross durante la película que dirigiera George Roy Hill en 1969. Bella
y de notable puntería, amazona, revindicaba una formación de maestra escolar,
trasmite Victorina Toly Acheritobehere, familiar del extinto Vicente Calderón,
incorporado al vecindario luego de la partida de los audaces bandidos yanquis.
(1)
Los tres jóvenes adultos desembarcaron en Buenos Aires
procedentes de Nueva York en marzo de 1901. Debieron sentirse atraídos por los
avisos aparecidos en diarios estadounidenses sobre la posibilidad de obtener
tierras para quienes se radicaran a poblar el extremo sur del continente,
mientras que la prestigiosa revista National Geographic publicaba artículos
sobre la Patagonia. O acaso los influenciaron los rumores que circulaban entre
las colonias galesas desplegadas en los dos países, y los trascendidos de la
corriente migratoria norteamericana a la Argentina que fluyera desde la segunda
mitad del siglo XIX.
Por cierto, los dos hombres iniciaron los trámites para que
el Estado les adjudicara dos mil quinientas hectáreas en un valle de la franja
precordillerana de Chubut, cerca de la ciudad de Cholila, mientras la Corona de
Inglaterra laudaba la disputa de las fronteras con Chile. Remarcables vaqueros
y conocedores de las faenas ganaderas, se dedicaron a la crianza de vacunos y
lanares, encajándole al legado de un tío la fortuna que trajeran consigo, un
millón y medio de dólares al cambio de hoy, botín de los atracos que jalonaran
los antecedentes de la pandilla salvaje, bajo su liderazgo en el mítico far
west. (2)
De las dos cabañas con maderas de ciprés horizontalmente
encastradas, pertenecientes a los delincuentes que sigilosamente rehacían su
existencia como insospechables rancheros, ahora queda una sola en pie,
inicialmente de tres habitaciones, destinada a la pareja de Enrique y Ethel
Place. Se agregan dos construcciones de un solo ambiente, erigidas
ulteriormente por los habitantes que los sucedieron, gracias al desmonte de
corrales y caballerizas, al quedar postradas en desuso a raíz de la precipitada
partida de los originarios y ricos propietarios, que abandonaron la intención
de redimirse ocupándose de faenas rurales, para no obstante ir luego al muere en
Bolivia.
También quedan en pie los álamos y saucos que continúan
dando sombra a las vetustas moradas, siguiendo lo establecido por el antes
citado Porcel de Peralta, en torno a los recuerdos que le dictara Raúl Víctor
Cea en septiembre de 2001, distinguido vocero de la memoria oral de la zona.
Los planos testimonian que los corrales y caballerizas cubrían de un potencial
ataque frontal y por el flanco izquierdo. A su vez, desde la cabaña de Butch y
a través de un túnel, el trío conectaba subterráneamente con el río Blanco, en
el cual confluye un arroyo, cursos de agua susceptibles de interponerse si los
agredían por detrás o del flanco derecho, también hipotéticas vías de escape
fluvial hacia los lagos, bosques y montañas.
Como se viene de anticipar, asimismo destaca en los
relevamientos de Porcel de Peralta que hubo una segunda cabaña, domicilio
particular de Santiago Ryan (Butch Cassidy). Fuentes concordantes
responsabilizan al clan Sepúlveda de haberla desarmado y retirado de allí, clan
que lleva el apellido del peón chileno que, finalmente, ocupó la cabecera de
estancia dejada vacía en 1905 por sus fundadores, pero resta que se depuren las
responsabilidades individuales que pudieran corresponder por ese traslado, y
definir su posible restitución en la perspectiva de aparejar en el futuro un
lugar abierto a la visita turística. Con todo, a Butch y Sundance los delataron
las cartas que enviaran al restringido círculo de allegados en Estados Unidos,
transcribiendo la reconversión pacífica como adinerados emigrantes en la
paradisiaca Patagonia, misivas interceptadas en las oficinas de correos
norteamericanas por los detectives privados de la agencia Pinkerton, que
alertara a la justicia argentina.
Mauricio Sepúlveda, nieto de quien se hizo con la posesión de
las emblemáticas construcciones y sus mejoras, confirma las novedades antes
reseñadas sobre lo sucedido con las cabañas pero niega que él o sus antepasados
intervinieran en cualquier delito. Sus declaraciones parecen ser las de alguien
tal vez en plena negociación con las autoridades de la provincia de Chubut,
acaso interesadas en controlar el valioso lugar. “Dispongo papeles de la
posesión de estas seis hectáreas, ocupadas por mi abuelo desde la colonización
y tengo el reconocimiento escrito de Simón Daher, el inmigrante de origen
libanés que se hiciera con las tierras que ocupaban Place y Ryan al irse, así
que me corresponden los títulos de propiedad, y no les voy a aflojar”, desafió.
Al tiempo, Sepúlveda señala que la gobernación de Chubut le
paga un sueldo mensual para mantener y ayudar a reparar la arruinada
carpintería inmobiliaria. Ha evacuado el fabuloso espacio y permite la entrada
de curiosos y viajeros. Se afinca en un villorrio contiguo a orillas del rio
Blanco, en dirección a Cholila. De ronda cotidiana, descabalga, se saca el
sombrero, y resume: “Si me dan una casa y un galpón para guardar la comida de
los animales, acepto que hagan el centro turístico y lo manejen, pero el
titular de las seis hectáreas soy yo; sino, que me propongan algo equivalente
en otra parte de la provincia”; una aspiración probablemente en curso de
consensuar alguna solución con el poder provincial.
No es desdeñable aportar que de las indagaciones del
historiador Marcelo Gavirati se desprende que la cabaña personal de Butch
Cassidy está a buen recaudo. El dato pudo verificarse en las proximidades,
contrastado por la fotografía exclusiva que se ofrece en las ilustraciones de
esta crónica. Se la observa en desuso en un terreno perteneciente a Eloiza
Leál, casada con Luis Alberto Sepúlveda, sin duda de igual ascendencia que
Mauricio. Su devolución al emplazamiento legítimo podría formar parte de las
tratativas que, supuestamente, estarían concluyendo entre los Sepúlveda y la
gobernación de Chubut, cuyas intenciones definitivas para solucionar el
litigio, son un enigma desde que el BID aprobó el financiamiento del plan
turístico en julio de 2005. En esa oportunidad la Secretaria de Turismo
provincial anunció el incremento del acervo patrimonial y cultural de Cholila
con las mentadas viviendas, que serían reparadas y abiertas a la gente con
carteles explicativos al estilo de los que orientan en los parques de reservas
forestales, en armonía con una playa de estacionamiento para vehículos,
sanitarios y dependencias administrativas. (3)
Prácticamente nada de lo prometido se ha concretado y, por
el momento, es azaroso localizar el sitio. De la ruta nacional 40 que corre a
lo largo de la Patagonia, hay que desviar por la ruta provincial 17. Casi
llegando a Cholila y al divisarse una subcomisaria de policía, se impone torcer
por un camino de ripio que conduce a la Casa de Piedra, el hospedaje con menú
de té gales, servido por la ya mencionada Victorina Toly Acheritobehere, que
recuperara la silueta docente otrora impresa por Ethel Place entre sus
conocidos. Y ahí nomás, se ve un percudido cartel atado al alambrado que reza
Butch Cassidy. Antecede una precaria garita en desuso, evidentemente concebida
para brindar informes a los peregrinos, muda invitación para adentrarse a cielo
abierto en el escenario romántico y aventurero de unos singulares pioneros de
América.
Pese a que la tranquera está cerrada con candado, entre los
alambres se abre un pasaje para peatones, y marchando unos minutos a traviesa
de una loma se descubre la polvorienta guarida que tanto se resiste a los
estragos del olvido. El espectáculo es conmovedor: paredes que amenazan
desmoronarse o violadas con clavos que apuntalan la madera desfalleciente,
algunas recompuestas con flamantes injertos que lastiman los antiquísimos
troncos de cipreses, recintos malolientes por el secado de cueros de bestias
colgados de tirantes. Alambres corroídos penden por doquier y osamentas resecas
participan silentes en la desoladora ceremonia, agitada por los rumores de los
cursos de agua, y por la euforia de los silbidos del viento, sacudiendo las
flores blancas de los saucos.
De sus primigenios locatarios pueden recabarse
significativas pistas a pocos kilómetros de allí, en el Museo Leleque,
inaugurado en el 2000. Fue una iniciativa del coleccionista ruso-patagónico
Pablo Korchenewsky a la que se sumó el antropólogo Rodolfo Casamiquela de la
Fundación Ameghino, idea financiada por la Compañía de Tierras Sud Argentino,
propiedad de los millonarios Luciano y Carlo Benetton. La exposición permanente
se levanta en una antigua pulpería y almacén de ramos generales. Recoge la
milenaria saga de los patagónicos, sus indígenas autóctonos, el arribo de los
emigrantes europeos y la violencia que caracterizó la expansión de la República
Argentina. Para congregar las ovejas que dan hilo a las ropas de su etiqueta,
en 1991 los Benetton adquirieron en derredor las 745.000 hectáreas de la
antigua y británica Compañía Tierras Sud Argentino, más otras 3.000 hectáreas
adyacentes. Expurgando sus libros contables, Gavirati encontró los asientos de
transacciones comerciales efectuadas por Santiago Ryan y Enrique Place entre
octubre de 1901 y junio de 1904, cuyas páginas se exhiben en una vitrina del
museo, junto a las carabinas y fusiles que se usaban en aquel período. Resultan
la señal palpable que precedió a la huida, situada en mayo de 1905, a raíz que
les atribuyeran complicidad con los asaltantes del Banco de Londres y Tarapacá,
en Río Gallegos, la capital de la aledaña Provincia de Santa Cruz, cometido
tres meses antes por dos individuos que se comunicaban en inglés, excelentes
jinetes y hábiles con las armas. Las fichas con los pedidos de captura
difundidas desde hacía dos años por la agencia Pinkerton, y la similitud de los
antecedentes con quienes perpetraron el atraco, precipitaron la fuga de Butch y
Sundance.
El trío se deshizo del ganado y vendió rápidamente las
cabañas a la empresa chilena Cochamó, que adosaría una cuarta pieza a la casa
matrimonial, antes evocada. Partieron a Valparaíso. Ethel subió a un barco
rumbo a San Francisco. Sus dos hombres, al filo de los 40 años, habrían
retornado a las expropiaciones de los dineros de los demás, reincursionado en
la Argentina. El 19 de diciembre de 1905 les imputan haberse alzado a los tiros
con el contenido de una caja del Banco Nación de Villa Mercedes, en la
Provincia de San Luis. La prensa se hizo eco, facilitando el rastrillaje.
Para esa fecha, y debido a leyes de consentimiento
fronterizo mutuo entre Argentina y Chile, fue prohibido que ciudadanos de un lado
tuvieran bienes raíces en el otro. Cochamó se desentendió de la inversión en
Cholila, cuya tenencia quedó merced del puestero Sepúlveda y sus parientes.
Ninguno de ellos sería ajeno al añadido de otras dos edificaciones, con el
reciclado de las maderas de los vaciados corrales y caballerizas. Tampoco con
lo acontecido respecto a la cabaña de Butch Cassidy, según lo evocado
anteriormente.
Tratando que no los alcanzara la persecución, los fugitivos
cruzaron a Bolivia. Pasaron a llamarse George Low y Frank Smith. Volviendo al
sueño redentor de reincidir en la legalidad, descubrieron tierras para
insertarse honradamente en la producción agrícolo ganadera de Santa Cruz de la
Sierra. Necesitados de los fondos para comprarlas, el 3 de noviembre de 1908
encañonaron a un convoy de empleados de una sociedad minera que transportaba
los salarios de sus obreros. Arrebataron las alforjas, una mula color café, y
salieron disparando.
No prefirieron ir hacia el sur, que los acercaba a la
Argentina. Treparon al norte, y en el pueblito de San Vicente, les cayó la
muerte. Desconocían la veloz propagación de la noticia que dos delincuentes
hablando en inglés y una mula color café eran objetivos militares del Ejército.
A los tres días, serían abatidos parapetados en un albergue, después de un
intenso tiroteo con dos soldados y un inspector de policía. Las exhumaciones
del antropólogo forense Clyde Snow en 1991 fueron vanas, pero las cartas
mediante las que espasmódicamente daban cuenta de sus peripecias, cesaron
bruscamente. Para Marcelo Gavirati, eso significa la certeza de la muerte
física, corroborada por las investigaciones de los escritores estadounidenses
Daniel Buck y Anne Meadows. (4)
Ethel Place no habría querido presenciar o sucumbir en el
epílogo de lo que terminó en tragedia, diluyéndose en los pliegues de la
leyenda. Acorralados por la burocracia argentina, la impronta de los míticos
Butch y Sundance se niega a desvanecerse. Los acosa la negligencia y la
codicia. Y acecha la corrupción de los que menosprecian el legado histórico de
uno de los hermosos y fértiles rincones del fin del mundo.
Juan Gasparini, febrero de 2014.
(1) Marcelo Gavirati, Buscados en la Patagonia, La
Biblioteca/Patagonia Sur Libros Editores, tercera edición, Argentina, 2007;
Bruce Chatwin, En la Patagonia, Editorial Sudamericana, Buenos Aires, 1979.
(2) Roberto Hosne, Barridos por el viento, Editorial Guadal,
Argentina, 2007. Hipólito Solari Yrigoyen, Patagonia, Las estancias del
desierto, Secretaría de Cultura de la Provincia de Chubut, 2006, Argentina.
(3) Propuesta de préstamo para programa de mejora de la
competitividad del sector turismo (Argentina, 33 millones de dólares, de los
cuales 100 mil dólares son para cubrir los gastos del centro Butch Cassidy y
Sundance Kid en Cholila), Banco Interamericano de Desarrollo (BID), 5 de julio
de 2005, www.iadb.org.
(4) Anne
Meadows, Digging up Butch and Sundance, St. Martin’s Press, 1994, Estados
Unidos. Donna Ernst, The Sundance Kid. The life of Harry Alonzo Longabaugh,
Oklahoma University Press, 2009, Estados Unidos.
Nota: Este artículo fue inicialmente redactado a comienzos
de 2010. Manteniendo su estructura y las principales declaraciones de las
entrevistas realizadas, ha sido actualizado en febrero de 2014, tras recorrer
en varias oportunidades sus huellas en la Patagonia argentina, y en ocasión del
interés despertado el 30 de marzo de 2013 por una emisión de la televisión
francesa.
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