“Los pueblos deben cuidar a los hombres que elige para regir sus destinos. Y deben rechazarlos y destruirlos cuando los vean sedientos de riqueza, de poder o de honores”.
Ni una definición metafísica, ni lo limítrofe entre dos estados del hombre, “ser y política” es la trascendencia del ser humano como individuo y como ser social hacia la trascendencia colectiva; en definitiva, los vértices desde donde proyectarse desde la libertad como voluntad hacia la libertad como conciencia.
A horas de un nuevo primero de mayo, quienes abrevamos en esa fuente inagotable de honestidad social que es el pueblo nos preparamos como siempre para que, aun siendo una nueva conmemoración, no sea un día más. Además de un día de recogimiento, lo es de reflexión, pero fundamentalmente de memoria: día de devenir de laburantes que ya no están físicamente, de compañeros, de líderes ilustres y de líderes ignotos que no dudaron en entregar su vida por “la causa”, la indelegable, la que es bandera indeclinable, la que no es posible abandonar, porque fue causa de luchas y luchadores, porque es un legado y en definitiva porque es también nuestra causa.
Rondarán los espíritus de Tosco, Atilio López, Raimundo, Ubaldini… interminable lista a la cual cada uno de nosotros sumaremos aquellos ignotos que tatuaron nuestro corazón de pueblo: rondará ahí también el espíritu de mi abuelo Rodolfo, sentado en la punta de aquella mesa con un mantel de tul de toda la vida, esperando el puchero que apuraba mi abuela María como homenaje diario a ese hombre que desde hachero dignificó su vida y la de nueve pibes, sus hijos, como tantos abuelos que seguramente invocarán y evocarán en este día que nos tiende un puente de compañeros y hermanos. Pero también estará el espíritu de esos compañeros más cercanos, de luchas silenciosas, de compromisos inclaudicables, y es en uno de ellos en quien pretendo sintetizar mi humilde homenaje por este nuevo primero de mayo: Leopoldo González.
Venía de una militancia universitaria y barrial en la ciudad de La Plata, que me marcó a fuego, que significó como una gambeta al destino, y vaya si lo fue, porque fue definitivo, el sueño de todo militante: ser parte de un sueño, descubrir la verdad de una profecía. Acompañando a Néstor pude conocerlo, a pasos de donde Eva dejo su rúbrica, en el edificio del Correo, una tardecita del 2006 que todavía no olvido. Entré a la sala –el motivo, el encuadre sindical, organizar a los trabajadores–, ahí estaba sentado. Yo sabía quién era: en los años de militancia leyendo la revista Unidos, imposible olvidar a Germán Abdala y su impronta, imposible olvidar que había sido compañero de lucha de ese compañero ahí sentado que era Leopoldo.
Esos primeros años del gobierno de Néstor todo era una vorágine, te llevaba puesto, no alcanzaba el tiempo. No había vocación fundacional, había una profunda convicción en establecer nuevos umbrales sociales sobre viejas conquistas populares, y debía empezarse por donde era indeclinable, el laburante. No recuerdo durante cuánto tiempo estuvimos reunidos, pero fue lo suficiente para ser imborrable: Leopoldo era “ser y política” y nos pusimos de acuerdo rápidamente –fácil de hacerlo entre compañeros, más aún cuando hay un único lenguaje, sin subterfugios, sin engaños, el lenguaje llano de hombres con un solo compromiso, la causa del pueblo obrero.
Volví a mi oficina y, entre mate y mate, el repaso obligado del encuentro con Leopoldo: cálido, transparente, profundo y con una inteligencia feroz atrás de una sonrisa después de cada frase, un tipo que mostraba un ser forjado en la dignidad del trabajo, pero que había trascendido al individuo ahí presente para dejarle al interlocutor accidental un aura de hombre/compañero más allá de cualquier causa mezquina. Y después lo colectivo: cada concepto, cada sentencia suya fue la política en estado puro, sintetizada en un sentir colectivo que encarnaba como pocos, hombre de palabra, de convicción, sin ambigüedades y sin dudas. En relación con la frase de Evita, Leopoldo González era sin dudas de esos hombres que se habían ganado el ser “cuidado” por quienes lo habían elegido para defender sus intereses.
Han pasado muchos años, muchos de construcción, muchos lamentablemente de destrucción, años que nos interpelan, pero también nos fuerzan a resignificar convicciones, reconquistar la memoria, ya que no estamos solos: los intereses espurios no duermen, pero tampoco descansa la causa del pueblo. La lucha es la misma, pero más que nunca es ahí, en ese mensaje no escrito que dejaron compañeros como Leopoldo, donde es necesario abrevar para que nunca más haya causas perdidas.
Por Ceferino Namuncurá
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